Helio Piñón (Onda, España, 1942) Arquitecto y Doctor en
Arquitectura por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de
Barcelona (ETSAB-UPC), donde desde 1980 ocupa la cátedra de Proyectos y,
actualmente, dirige el Laboratorio de Arquitectura. Fue socio del
estudio Viaplana y Piñón, responsable por la Plaza dels Països Catalans y
por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, ambos en
Barcelona. Fue Vice-Rector para Asuntos Culturales de la Universidad
Politécnica de Cataluña – UPC. Es autor, entre otros, de los libros
“Arquitectura de las neovanguardias” (1989), “Curso básico de projetos”
(1998), “Miradas intensivas” (1999) y “Paulo Mendes da Rocha” (2002),
este último pela Romano Guerra Editora.
Texto de la Conferencia inaugural del 2º semestre de 2007, impartida
en 03 de septiembre de 2007 en el Salón de Actos de la Rectoría de la
Universidade Federal do Rio Grande do Sul.
"...Llevo 35 años compartiendo la reflexión y la docencia de la
arquitectura con la práctica del proyecto, lo que me ha permitido tener
una visión poco común de tales actividades: no se si mejor, pero, cuando
menos, distinta de la habitual. Generalmente, la reflexión y la
profesión no suelen ser prácticas compartidas por una misma persona, por
lo que generan perfiles intelectuales muy distintos: el estudioso, que
centra su quehacer en la primera, y el profesional, que se dedica
enteramente a la segunda. En cuanto a mí, no me puedo identificar con
ninguno de ellos: en efecto, si la práctica del proyecto me ha llevado a
conocer la arquitectura “desde dentro”, la reflexión me ha permitido
relacionarla con las ideas y los valores que la relacionan con el mundo;
unas ideas sobre las que se apoyan los principios y criterios en que, a
lo largo de la historia, se ha basado la acción ordenadora del
arquitecto. Esta visión singular de lo arquitectónico – que, sin duda,
me facilita la labor profesional y docente – me ha creado un fuerte
sentido de la responsabilidad ante la arquitectura y sus formas de
aprendizaje, que me lleva a reflexionar continuamente sobre esas
cuestiones.
A ese respecto, puede resultar paradójico que alguien tan
comprometido con la enseñanza tenga una fundada sospecha de que si se
cerrasen todas las escuelas de arquitecturas, probablemente, el nivel de
los proyectos mejoraría de un modo sustancial; tal es mi desconfianza
con la forma de organizar la docencia de la arquitectura, cuando menos,
en las escuelas que conozco.
La transmisión del oficio a través de la práctica en despachos
profesionales tendría – sin duda – el inconveniente de la desorientación
y el pragmatismo, pero, en todo caso, no los considero patologías muy
distintas a las que aquejan desde hace décadas a las escuelas de
arquitectura. Los despachos profesionales – aún los más pragmáticos –
garantizarían probablemente cierta competencia técnica y un mínimo
sentido de la realidad – aún cuando se trate de una realidad enrarecida –
que las escuelas no ofrecen.
En realidad, las escuelas de arquitectura, desde hace décadas,
legitiman, por una parte, y amplifican, por otra, los excesos de la
arquitectura de moda, sin mostrar ninguna capacidad de reacción ante
ellos, tanto por falta de autoridad intelectual y profesional de la
mayor parte de sus profesores, como por ausencia generalizada de
cualquier impulso moral orientado a ofrecer una alternativa razonable.
Por una parte, las escuelas son responsables de haber consumado la
separación de saberes y técnicas que confluyen en la actividad del
proyecto: no se puede entender – por mucho que uno se esfuerce en
justificarlo – por qué el dibujo, la construcción, la estabilidad y la
climatización – por hablar solo de lo más evidente – son consideradas
disciplinas autónomas que se imparten como materias complementarias del
proyecto, no como técnicas sin las cuales no hay concepción posible, en
tanto que son, a la vez, condiciones y estímulos de la misma.
Por otra parte, las escuelas han difundido la conceptualización de la
arquitectura, es decir, han contribuido de manera definitiva a centrar
todo criterio de juicio en la acción determinante del concepto, ante la
carencia de criterios formales para actuar. Ello ha provocado el declive
de la visualidad – ámbito privilegiado de la arquitectura y demás artes
visuales –, lo que aboca inevitablemente a la pérdida de la capacidad
para reconocer las cualidades que definen la identidad de la obra, es
decir, su calidad artística.
Sin una mirada cultivada y sin criterios de juicio no se puede
proyectar, en sentido genuino; tan solo se pueden administrar los
tópicos de moda que dicte la coyuntura, lo que convierte al arquitecto
en un súbdito estético, a merced de las consignas de unos críticos que
generalmente desconocen el fundamento de lo que dicen.
Las escuelas de arquitectura se han ganado sobradamente la situación
subalterna en proceso de la producción del espacio habitable que tienen
en la actualidad: por una parte, la mayoría de los que ocupan la
docencia de proyectos – por referirme a la habilidad de la que me
considero más cercano – no saben proyectar ellos mismos, no solo por
falta de recursos técnicos, sino, sobre todo, por falta de orientación y
criterio. Tal situación les condena a convivir con unas opiniones
precarias, basadas en creencias efímeras, por naturaleza, que les
obligan a cambiar de criterio cada vez que las tendencias de la moda lo
determinan.
Por otra parte, el sistema habitual de enseñanza da por sentado que
el estudiante ya sabe proyectar desde el principio; solo así se puede
entender que la práctica del proyecto se base en la ficción profesional:
se da un solar y un programa, y se pide proyectar un edificio. Unos
cuantos profesores asistentes se encargan de resolver las dudas que se
presenten a cada estudiante, asumiendo una autoridad que no les
corresponde: e ese juego, representan “la arquitectura”. De ese modo, se
pretende garantizar la libertad del estudiante, con la confianza de que
ello estimulará su creatividad, sin advertir que, actuando así, se está
fomentando la incompetencia y el descaro: en efecto, tal situación
favorece la desvergüenza del farsante que, en muchos casos, no duda en
presentar su incompetencia como genialidad.
“No hay libertad sin norma” – repetía Le Corbusier, a propósito de
las condiciones del proyecto –, lo que significa que no es el más libre
quien puede escoger entre mil opciones, pero no dispone de un criterio
de preferencia, sino aquel que opta entre solo dos, conociendo el
sentido de la elección.
Las escuelas han instituido y avalado la enseñanza liberal que acabo
de describir, renunciando a una enseñanza académica, entendida en el
sentido fuerte del término, es decir, una enseñanza que exige un
profesorado consciente de lo que trata de transmitir y, a la vez, con
competencia suficiente para transmitirlo. Sorprende la irresponsabilidad
con que en muchos ámbitos de la docencia arquitectónica se critica lo
académico como sinónimo de esclerótico, como rémora del pasado, por el
hecho de que la academia, a finales del siglo XIX supusiera un freno
para el cambio artístico. En realidad, la propia noción de academia
comporta el conocimiento del saber y se orienta a la eficacia de su
transmisión, condiciones básicas de cualquier proceso didáctico; un
conocimiento y una eficacia en la transmisión a los que la enseñanza
actual ha renunciado, a favor de una docencia espontaneísta que acaba
convirtiéndose en una suerte de pantomima de la creatividad que aboca a
“la innovación y el espectáculo”.
Las escuelas, en fin, han actuado como aval administrativo de la
supervivencia de una actividad con un pasado glorioso, garantizando su
prestigio social, sin advertir como ha ido perdiendo progresivamente su
sentido civil y su utilidad pública, hasta el extremo de constituir en
la actualidad una práctica superflua con nula incidencia en la
construcción de las ciudades.
Para aliviar los dolores del repliegue, los arquitectos más
desinhibidos – con la complicidad inestimable de una crítica entregada
–, obsesionados en recuperar el papel que la arquitectura tuvo en el
pasado mediante la notoriedad de sus intervenciones, han sustitución el
objetivo del orden por la celebración de la sorpresa, es decir, han
consumado la renuncia a la calidad a favor de la “innovación”: uno de
los fetiches más burdos del consumismo mercantil.
Actuando así, las escuelas de arquitectura se han convertido, en la
práctica, en guarderías de jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y
los 25 años, fascinados por un presente “creativo”, e espera de un
futuro como “estrellas” con una popularidad comparable a la de un
deportista o un cantante. La realidad es que nuestras escuelas están
formando mano de obra barata para los grandes estudios multinacionales
que han convertido el proyecto en una actividad industrial que actúa con
criterios estéticos propios de un populismo banal y con procedimientos
publicitarios propios del mercantilismo más burdo.
Como contrapunto positivo de la crítica a la arquitectura
contemporánea y su enseñanza, que he tratado de esbozar en lo dicho
hasta aquí, quisiera someter algunas propuestas a la consideración de
ustedes: alumnos, profesores y arquitectos que se encuentren en la sala.
Se que algunos considerarán mi análisis un punto ácido, incluso – a lo
mejor – exagerada, por lo radical: les confieso que no me importa ser
radical, si por ello se entiende – como es debido – ir a la raíz de los
problemas; por otra parte, no me parece honesto sacrificar la lucidez y
la claridad para resultar más amable. No comparto la falsa tolerancia
con que se presentan ciertos espíritus volátiles que, en realidad, trata
de encubrir una desorientación que aboca al relativismo más estéril,
tan frecuente en nuestras escuelas.
Las propuestas que quisiera someter a su consideración son las siguientes:
a) Frente a la “arquitectura del espectáculo”, que se basa en llevar
al límite una noción anacrónica e insensata de arquitectura como
“expresión de una idea” propongo considerar la arquitectura como
“representación de la construcción”. No parece sensato que el dinero,
público o privado, haya de financiar la simple expresión del estado de
ánimo de algunos arquitectos particularmente narcisistas: siempre he
pensado que para ese tipo de desfogues es mejor utilizar una guitarra.
En cambio, planteo una práctica orientada a disponer los elementos
constructivos de manera que, además de satisfacer la lógica material de
la construcción física, respondan a otra lógica, de carácter visual,
constituida por un sistema de relaciones entre elementos cuya
consistencia se relaciona con la universalidad de los criterios en que
se basa. Actuando así, al arquitecto asumiría el cometido ordenador que
ha caracterizado su papel en la historia, lo que le implicaría – de
nuevo – en un proceso formador por el que la peculiaridad de cada obra
concreta adquiere una dimensión universal que – sin menoscabo de lo
específico –, la relacionarla con las otras. El arquitecto contribuiría,
así, a la construcción un mundo propio de seres inteligentes y
sensibles, lo que no se desprende de la experiencia de la ciudad
contemporánea.
b) Entender la “arquitectura como material de proyecto”: es decir,
considerar que la acción formativa del arquitecto no actúa sobre la
nada, sino que cuenta con una materia prima – elementos arquitectónicos
propios o ajenos –, cuya naturaleza no compromete la identidad del
proyecto; por el contrario, propicia una construcción formal mas
solvente, en la medida que permite concentrar el esfuerzo en la acción
ordenadora, tarea específica del arquitecto. La naturaleza del tejido no
es irrelevante en el resultado final de un vestido, pero ello no por
ello compromete la capacidad formativa de quien lo concibe y
confecciona; del mismo modo que, el hecho de estar todas escritas en
francés no merma un ápice de identidad de cada una de las obras de
Flaubert, por poner un caso. Ciertas cantatas de Bach – en fin – no son
menos valiosas por el hecho de que, al componerlas, recurriera a
melodías de Haendel, Vivaldi, o a suyas propias, pertenecientes a obras
anteriores: solo quien desconozca los fundamentos de la composición
musical creerá que el valor de una obra está en la “novedad” de la
materia melódica que da pie a su elaboración.
c) Tal noción de “materiales de proyecto” – constituidos, como se
vió, por arquitectura propia o ajena, pero adecuada – complementarios a
los “materiales de construcción”, aboca – en fin – a una enseñanza de la
arquitectura entendida como (re)construcción de obras ejemplares,
correspondientes al ciclo cultural vigente en el momento en que se
proyecta: en nuestro caso, la arquitectura moderna. Tuve ocasión de
extenderme sobre este modo de plantear el aprendizaje de proyectos, en
la última sesión del curso que he desarrollado en esta facultad. He
tenido ocasión de mostrar, tanto los criterios básicos en que se basa,
como algunos ejemplos de los resultados obtenidos, a lo largo de los
últimos diez años. Unos resultados que me gustaría que se valorasen, no
tanto por su eventual calidad visual, cuanto en la medida que anuncian
una idea de arquitectura distinta de la que hoy es habitual en las
escuelas; una arquitectura que trata de recuperar la competencia técnica
que garantice su solvencia constructiva – material y formal – y, con
ello, su sentido histórico, es decir, la calidad artística y la utilidad
social que ha acreditado a lo largo de los siglos.
d) El hecho de que un proyecto de arquitectura responda a un
“concepto”, cualquiera que sea lo que se entiende por ello – desde la
mera expresión de un deseo a la fabulación más fantasiosa –, no
constituye una cualidad del mismo: la consistencia formal es el atributo
esencial del proyecto auténtico; una forma que no puede reducirse –
como suele hacerse – a los atributos figurativos del artefacto. La forma
artística es la manifestación visual de la configuración interna de las
cosas; sea un edificio, un paisaje o una sonata. En consecuencia, un
árbol – por ejemplo – no tiene forma, sino configuración; en cambio, si
que la tiene la representación que del mismo hace un pintor competente.
Una representación que sólo será una obra de arte cuando logre
trascender los rasgos de “ese árbol” para aludir a las de “el árbol, en
general”.
La práctica del arte – por definición – atiende a lo peculiar desde
una perspectiva sistemática que se orienta a lo universal: en eso reside
la abstracción esencial del arte y, en particular, del arte moderno.
Pues bien, la única vía de acceso a la forma con que en el proyecto
se afronta un programa específico, es la visión; de ahí que la cualidad
esencial de la arquitectura sea de naturaleza visual. El único modo, por
tanto, de superar el conceptualismo que tan eficazmente ha contribuido a
la decadencia de la arquitectura en las últimas décadas es cultivando
la mirada o, lo que es lo mismo, adquiriendo sentido de la forma, es
decir, ser capaz de captar relaciones formales donde habitualmente solo
se perciben imágenes.
La convicción que pueden apreciar en mis palabras no se debe a la
presión de un impulso doctrinario congénito, ni a un exceso de confianza
en mi capacidad de convencer: obedece a que hablo de ideas que se
refieren a una realidad que conozco a través de mi experiencia personal,
no a meras hipótesis o consignas aprendidas en los libros. No se trata,
pues, de simples conjeturas, sino de modos de proceder verificados
ampliamente, tanto en la práctica del proyecto como en la docencia.
Quisiera dedicar el tiempo que me resta a mostrarles dos proyectos
realizados en el Laboratorio donde proyecto y a glosar los aspectos de
su concepción y desarrollo que tienen que ver con las ideas que acabo de
transmitirles en forma de propuestas. Se trata de dos situaciones de
proyecto muy distintas, no tanto en el programa funcional, como en su
emplazamiento.
En un caso, la Intendencia de Benissa, el lugar es claramente urbano y
el programa es el propio de un ayuntamiento para una ciudad de 13.000
habitantes, que ha de incorporar – además – un pequeño auditorio y dos
edificios anexos, uno destinado a trabajos administrativos y otro, a
viviendas para funcionarios. La concepción y desarrollo de estos
edificios se ha basado en la noción de “materiales de proyecto” que
acabo de proponerles; unos materiales que, en unos casos son propios y
en otro tomados del British Art Center (1969 – 1977), de Louis Kahn.
El uso de materiales propios tiene que ver con el propósito – a mi
juicio razonable – de aprovechar la experiencia, actitud que caracteriza
tanto a los arquitectos que más admiro como a los profesionales de
cualquier ramo dotados de un ápice de sentido común. Es, probablemente,
el recurso al sistema de cerramiento del British Art Center, de Louis
Kahn, lo que mejor ayude a entender la noción de proyecto que he
esbozado en la primera parte de mi intervención.
En el otro caso, se trata de un Centro Escolar de Enseñanza
Secundaria, situado en un emplazamiento singular: en la ladera de una
montaña, en cuyo lado opuesto se desarrolla un pequeño pueblo de
estructura medieval, que conserva sus murallas y los rasgos genuinos de
su ordenación original. En este caso, la ausencia de referencias, tanto
en nuestra obra como en otras arquitecturas conocidas, nos obligó a
plantear el proyecto desde el principio. Recurrimos al arquetipo formal
de la construcción escalonada como un modo de adaptar la escuela a una
topografía determinada por una fuerte pendiente y, a la vez, recuperar
un criterio formativo que caracteriza la topografía de la comarca. Por
lo demás, tuvimos que contar con la experiencia derivada de nuestra
práctica profesional para resolver los problemas derivados del
planteamiento.
Los dos proyectos están vinculados por una idea fuerte de
arquitectura, apoyada en una noción del proyecto como proceso claramente
constructivo, es decir, orientado a ordenar y enlazar materiales y
elementos, de manera que la consistencia formal de la obra trascienda –
pero incorpore – la lógica material y funcional del edificio.
Por último, el énfasis en lo visual – que, a mi juicio, se aprecia
con claridad en los dos casos – queda de manifiesto en mi modo de
mirarlos; tanto en las simulaciones en 3D, como – sobre todo – en las
fotografías. No solo la cantidad de vistas con que intentaré describir
el centro escolar, sino – sobre todo – el tipo de visiones que les
mostraré, ponen de manifiesto la relevancia de lo visual, tanto en mi
modo de entender la arquitectura, como en mi manera de afrontar el
proyecto. No es tanto el propósito de describir el objeto lo que
estimula mi mirada, cuanto la intención de mostrar los criterios
formales en que se basa la construcción, de modo que la materialidad de
la obra aparece siempre tensada por la consistencia visual de la mirada.
De ese modo, cada imagen es un nuevo proyecto que tiene una
consistencia formal propia que no niega la de la obra pero la trasciende
hacia valores que tienden a lo universal. Así, el proceso constructivo –
creativo es un término impropio; degradado, además, por las revistas de
moda y los seriales televisivos – no se detiene: mientras haya un
sujeto capaz de reconocer, habrá un ojo que, a la vez que percibe una
realidad existente, construye una realidad nueva..."
Fuente: http://pedacicosarquitectonicos.wordpress.com
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